Siempre oímos que hay que aprender de los errores del pasado, correcto, pero también de sus aciertos. Cuando leemos el legado que Confucio transmitió al mundo hace nada menos que 26 siglos, uno se queda perplejo de la vigencia que contiene su doctrina. El objetivo que perseguía este maestro chino era la perfección de uno mismo con el fin de lograr la armonía social que por esos tiempos andaba bastante corrompida. Esto quizás nos suene algo.
Confucio consideraba que el origen de todos los males era el interés. Actuar pensando sólo en las consecuencias o el beneficio conducía a la desgracia tanto de uno mismo como de la sociedad en su conjunto. En su lugar proponía una metodología cuyo fin recuperaría la unidad perdida, el “principio de la aplicación de la escuadra”; dicho principio radicaba en actuar rigurosamente conforme a dos actitudes, la benevolencia y la rectitud.
La benevolencia era considerada por los confucianos como la virtud perfecta del ser humano. Consistía básicamente en amar a los demás, actuar con compasión y altruismo y no hacer a los demás lo que no quisieras para ti mismo. De esta bondad por el ser humano derivaba la segunda de las actitudes, la rectitud. Ésta tenía como base hacer lo justo y correcto en una situación, no buscar la ganancia sino la justicia en nuestras acciones.
El principio de la aplicación de la escuadra se basaba en medir el respeto a los demás en función del respeto que uno se tiene a sí mismo, es decir, haz que tu acto sea ejemplar en lugar de criticar el de los otros.
Estas reflexiones, volvamos a recordar que tienen la friolera de 26 siglos de historia, hacen que nos paremos a pensar que el secreto de la felicidad nunca fue secreto. Y si nos molestamos un poco en aprender, y en actuar pensando más en cómo somos y menos en lo que queremos tener, la felicidad y el bienestar caminarán de nuestro lado.